16 días sin corriente


Foto: Carlos Luis Sotolongo Puig
Al final de la tormenta viene la calma, nos habían repetido en aquella tarde tempestuosa de julio de 2005, cuando el huracán Dennis, convertido en un monstruo categoría 4, le echó el ojo a Trinidad desde menos de 20 kilómetros al sur del puerto de Casilda. La calma, sin embargo, nos duró demasiado.

16 días, para ser exactos.

Cuando digo calma hablo de una penumbra cerrada, donde los mosquitos azotaban y un hilo de sudor venía a recordar que aún no nos cocinábamos en nuestro propio calor. Donde dice calma, también puede leerse tedio. Donde hay penumbra, calma y tedio, lo que hay es un apagón.

Después de prender velas por cada ráfaga fuerte de viento, después de ver volar puertas y ramas abrir techos enteros, después de notificarse algunos fallecidos y tener que mirar el destrozo alrededor, después de ver una desvencijada ciudad museo del caribe que había perdido la pérgola del parque central, resquebrajado una de sus edificaciones de antaño y ver ahogarse sin piedad a la iglesia católica de Casilda y medio centenar de casas pesqueras… lo demás que tocaba era esperar. Y aguantar.

La torre de televisión había aparecido masticada y escupida en otro lugar por la furia del Dennis. Internet no existía entonces. La radio y la voz de algún amigo o familiar de otra provincia nos mantenía al tanto, sin demasiada información sobre nosotros.

A los tres días, una docena de rumores después, cuando la penumbra de las noches se nos hacía cotidiana, la gente de Trinidad terminó por convencerse de que aquel apagón llegaba para quedarse. La esperanza de ver encenderse las luces de un momento a otro se fue con el último sorbo de agua fría.

En efecto, la red que conectaba a la ciudad con la Termoeléctrica de Cienfuegos estaba derribada casi en su totalidad. Quedábamos, entonces, a merced del tiempo y de las buenas intenciones de los linieros, que se extendieron por más de una quincena.

“Se olvidaron de nosotros”, sería la frase más repetida en aquellas fatigantes jornadas. Al trinitario, que siempre se la ha conocido por cierto chovinismo sazonado con algo de ombligo del mundo, no se le olvida el regaño que le propinó Fidel Castro, en plena mesa redonda, a las autoridades espirituanas que no acababan de dar un diagnóstico certero de lo que ocurría acá.

A los 5 días los alimentos empezaban a descomponerse. Tocaba cocinar casi todas las carnes en manteca, o hervirlas, y en última instancia tragar lo que se pudiera para no tener que botar. En esa fecha el refrigerador comienza a apestar a muerte y por más que uno intente debe eliminar lo que no tiene salvación, lo cual, en estas circunstancias, significa menos alimentos, un poco más de hambre.

La carrera comienza ahora por sobrevivir a la dependencia excesiva sobre la energía eléctrica. Racionalizar el agua que traen en pipas (orinar varias veces antes de descargar el baño, por ejemplo), recurrir a alimentos conservados: carnes, jugos y cuanto pueda mantenerse en una lata. Pretender que el agua a temperatura ambiente, en una tinaja, es más saludable. Pretender, que siempre ha sido útil.

A la postre, era una triste reminiscencia de los años más duros de los 90.

Como en las zonas rurales más intrincadas, había que levantarse con los primeros rayos de sol a componer la casa de nuevo, sin olvidar que por falta de agua la limpieza y el lavado podían llegar a ser lujos burgueses.

Lo otro era caminar —con el nudo en la garganta de los destrozos de una ciudad que ha vivido y respirado por la belleza que le vende a los turistas, con el sobresalto en el estómago producto de aquel chisme en que a las autoridades de la Unesco habían informado que Trinidad posiblemente perdiera su condición de Patrimonio Cultural de la Humanidad; esto último, una patada en los testículos del orgullo local—, o emborracharse.

Después de las 8 de la noche, uno ya estaba listo para dormir. Si existía en el barrio un hostal con planta eléctrica, resplandeciente en medio de la penumbra como una aparición fantasmagórica, idílica, entonces se soportaba mejor. Pero claro, si algo entronó la precariedad de los 90 fue la costumbre de sacar sillones a la intemperie a fondear el calor de junio, a refrescarla con una dosis de choteo cubano. A mal tiempo buena cara, dicen por ahí.

Irma le viene a recordar a Cuba que siempre es vulnerable a esto. El país entero yace sometido sobre la furia de un ciclón categoría 5 y la electricidad es, otra vez, de lo más dañado. Ahora, cuando no es mi ciudad el infierno de este mundo, cuando ya tengo un ventilador refrescándome la espalda, cruzo los dedos para que en los territorios más devastados donde personas lloran sus pérdidas, al menos no tengan que soportar 16 días sin corriente.

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